GRITAR

Por Francisco A. Avila

Si tan sólo dejaran de gritar. Si esta almohada tuviera la capacidad de aislar las voces. Pero es imposible. Si ni las paredes contienen la trayectoria de sus palabras ¿de qué me sirve una almohada?


La casa está llena de un humo gris, gris azul, gris negro, gris rojo: siempre gris que me asfixia, que se nos enreda por el cuerpo y lo llevamos a todos lados.


No importa que él se haya ido, los gritos siguen porque ella está rota: como yo: como ellos, deseando que la cara se fusione con la almohada, que éstas gotas saladas…

pero, mejor lo dejo, no puedo escapar, de nada sirve llorar…

me aferro a pensar que yo en esa historia no tengo nada que ver...

pero sigo roto.


Todos nos partimos y lo que hay aquí de nosotros son sólo piezas, mijagas de un todo que quiere cobrar vida propia, muñones irreconocibles…

ni siquiera nos conocíamos.


Las tripas exigen trabajar, hace ciento ochenta y siete días que él no grita, hace siete días la luz no encendió, hace tres días ella se autoapagó…

y ahora ya nadie grita…

sólo me muevo despacio, dejo que me lleven también, junto a mi humo gris multicolor y la almohada que guarda el dolor.


Todo ocurre en un instante, yo sigo ausente...

dicen que él, con otra ella y otros yo, disfrutan en el parque...

mientras, ella me esperará, en algún lugar donde nadie vuelva a gritar.

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